Como publiqué en el face recientemente ante la noticia de la abuelita septuagenaria que arruinó una pintura del siglo XIX al intentar restaurarla (pueden leer aquí la nota), recordé una historia familiar similar que hoy, con la venia de mi madre, escribo aquí.
Ocurrió pues hace algunos años cuando mi hermano mayor tenía ocho años. Yo por esos entonces rondaba los dos años apenas, por lo que esta historia que ahora cuento la conocí muchos años después, contada de primera mano por mi madre, un día en que las cajas con fotos, libretas, documentos y dibujos eran ordenadas. Mi hermano siempre fue un ávido lector. Desde niño se devoraba libro tras libro, cosa que a la fecha aún sigue haciendo. Creo que no conozco a alguien que haya leído tantos libros como él. Pero también, como todo niño, mi hermano pasó por esa etapa de dibujante que incluso se extendió hasta su adolescencia. Esa etapa infantil en que con unos crayones uno es feliz pintando el mundo que a uno le rodea.
Buena combinación el dibujo y la lectura, más para un niño, abriéndole horizontes y fomentando destrezas. En esos días mi hermano leía todo lo que tuviera que ver con el mar: piratas, batallas épicas, vikingos, buques de guerra de la segunda guerra mundial o de hace doscientos años, y por supuesto de sus habitantes. Una tarde al regresar mi madre del trabajo se encontró en la mesa, entre crayones y lápices de madera tirados y fruta roída, con una verdadera obra maestra. Emergiendo de entre las profundidades marinas, la ballena asesina, una orca majestuosa nadaba en el océano azul de una hoja blanca de papel. ¿Imaginas al artista trabajando? Míralo ahí, observando sus libros regados sobre la cama para darse ideas de qué dibujar. Ahora lo tienes allá, buscando entre sus cuadernos y libros de escuela todos sus materiales artísticos, mientras por momentos la televisión lo distrae de su actividad pero inmediatamente retoma la idea perseguida. Y en estos momentos está sentado en la silla del comedor, apoyado en la mesa, iniciando su obra, va y viene a su cuarto para consultar sus libros y no cometer error alguno en el cetáceo, y es hasta la cuarta vez que se da cuenta que es más fácil si trae el libro a la mesa. Pero el perfil artístico no fluye trabajando sobre la mesa, y ahora se encuentra en el suelo tirado, mordisqueando su lápiz, susurrando su próximo paso, con la panza sobre el suelo y agitando los pies en un ir y venir como si él mismo fuera un pez en ese universo profundamente azulado. Y es así que poco a poco ese gigante de los océanos comienza a tomar forma. Ahora, bien delínea cuidadosamente sus aletas, su cuerpo y su boca, nadando de perfil a lo largo de la hoja, y cerca de él nadarán otros peces que piensan que al enemigo entre más cercano esté mejor, y algunas algas marinas en el borde inferior de su hoja adornarán la escena, y un buzo, con su equipo y aletas artificiales y las típicas burbujitas que salen de su máscara también existirán en ese lienzo, mientras con su cámara submarina tratará de fotografiar al mamífero de blanco y negro. Quizás mi hermano sea ese buzo a tan sólo unos metros de ese asesino de las profundidades.
Cuánto tiempo le lleva terminar su dibujo nadie lo sabe. Seguro si nos distraemos de la tarea de contar esta historia que ahora nos hemos propuesto narrar, y llamamos a mi hermano para preguntarle, ni siquiera recordará tal dibujo o cuándo lo hizo. Pero ahí está. Terminado. Sobre la mesa. Rebosante de orgullo y felicidad por existir y estar terminado. La ballena asesina será el título de su dibujo. Pero el artista está cansado. Si bien uno, ignaro en las cosas del arte y de la creación artísitca, no comprende el cansancio que trae consigo el colorear por aquí y dibujar más allá, pero él lo siente en el cuerpo. Llega a su cama y se duerme sin maltratar sus libros pero tampoco sin recogerlos. Y al poco tiempo mi madre ya está admirando lo que su primer hijo ha hecho durante su ausencia.
Mi madre tomó el dibujo entre sus manos, sorprendida por la habilidad de mi hermano. Pero al momento se dio cuenta que no estaba terminado. Con el primer crayón negro que tuvo a su alcance dibujó, trazó y esbozó, más con cariño que con sabiduría en asuntos del mar, eso que ella creía ausente en el dibujo de mi hermano. Ahora sí, pensó para sí misma, sólo restaba ser firmado. El joven artista despertó más tarde, seguramente a causa del olor de la cena que ya salía de la cocina. No pudo distinguir inmediatamente si había soñado con su dibujo o si era real. Pero cuando llegó a la mesa del comedor, aun restregándose los adormilados ojos, al ver sus lápices y crayones regados recordó la obra que había hecho hacía unas horas. Corrió hacia la mesa, tomó su obra y enmudeció.
- Lávate las manos y recoge tus cosas que ya vamos a cenar. Te quedó muy bonito tu dibujo de la orca, pero le faltaba su ojito y ya se lo puse, asintió mi madre. Mi hermano seguía viendo su dibujo como si aquello que tenía entre sus manos no hubiera sido lo que hasta hace unas horas él había dibujado. Como si fuera todo menos una orca.
- Pero madre, a las orcas no se les ven los ojitos, los tienen aquí en la manchita oscura que dibujé, casi no se les ven, contestó mi hermano.
- ¿Qué esa no es su ceja?, repuso mi madre.
- Las orcas no tienen cejas, decía mi hermano mientras le enseñaba alguna de tantas ilustraciones que venían en su libro. Yo iba a enviárselo a Ramon Bravo, el que bucea con tiburones, pero así ya no se lo puedo mandar.
Esta historia me la ha contado muchas veces mi madre. Es natural entender que a estas alturas de la narración ella tiene un nudo en la garganta y se reprocha el cómo pudo echar a perder el dibujo de su hijo. Es cierto que mi hermano ya no envío su dibujo al que buceaba con tiburones, pero ni el rencor ni el enojo son cosas de niños felices. Él pegó su dibujo en la pared de su cuarto, le dio un beso a su hermano y a su madre y los tres cenaron contentos, porque al día siguiente había que ir a la escuela, a platicar de barcos, de piratas y de discutir con sus amigos dónde tienen sus ojos las ballenas asesinas.
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