lunes, 17 de junio de 2013

La espera

Nunca se caracterizó por ser una persona paciente. No lo fue de niño ni de joven, ni ahora de adulto lo era. Las esperas, esas largas pérdidas de tiempo lo incomodaban fuertemente. Siendo niño prefería que las cosas iniciaran de inmediato: los exámenes en la escuela, las visitas al médico, las fiestas, los primeros besos. No había razón alguna para que ocurriera algún retraso. Quizá el factor sorpresa podría ser una buena razón, pero no lo suficiente para soportar una larga espera. En su juventud, no esperaba a sus amigos. Dejó plantadas a varias chicas simplemente porque no podía soportar una espera mayor a diez minutos. Era su límite para esperar a una mujer, así fuera la más hermosa del mundo. "Yo llegué a tiempo, tú fuiste quien no fue puntual", arremetía cuando alguna chica le llegó a reclamar su falta. El tiempo es precioso, la única verdadera bendición en este mundo, había concluido desde joven, ¿porqué desperdiciarlo esperando cuando uno lo puede utilizar haciendo algo mejor?  Era puntual en todo. Para salir, para llegar, para estar. Incluso las ocasiones que llegaba tarde, era planeado, con la intención justamente de disminuir al máximo esa terrible ofensa que era la espera. Hasta para llegar tarde hay que hacerlo a tiempo, se decía.


Así había sido durante toda su vida y ahora, entrando a sus 30 años, no tenía porqué cambiar. Su trabajo no demandaba demasiadas reuniones con su colegas, por lo que esa dependencia de la presencia de los demás no lo perturbaba. A las reuniones siempre llegaba dos o tres minutos tarde, nunca antes. Nunca era el último en llegar, por lo que no hacía esperar a los demás, ni mucho menos era el primero, haciendo su espera mayor. El tiempo mínimo necesario de espera, se decía. Su gente más cercana le había dicho que no era algo normal que pensara así, que actuara de esa forma. No es sano, le decían. No es una enfermedad el que no me guste esperar demasiado, les repetía. No toda espera estará dentro de tus manos, le replicaban; ¿qué pasará cuando mueras? ¿Acaso tampoco esperarás? Cuando llegue mi momento, haré lo que siempre he hecho: esperar lo mínimo necesario, ni un minuto más. Si no llega la muerte, entonces iré a buscarla. Sonaba a obsesión su comportamiento es cierto. Pero cuando se refería al momento de su muerte, su soberbia e imposición a no esperar resultaba molesta, casi ofensiva a los demás, y a la muerte misma.

Cuando salía de viaje, no era diferente su comportamiento. Sabía que no tenía solución la espera obligada para realizar su "check in", para documentar su equipaje o para pasar la aduana. Lo que sí podía hacer era dedicar ese tiempo a realizar alguna tarea pendiente, contestar algún correo, revisar algún documento. Nada dejado al azar, menos a la decidia. Todo planeado minuciosamente. Un día salió de viaje de negocios. Su vuelo salía a las 5:50 am, seguramente la primera salida del día, por lo que hizo su planeación acostumbrada. Llegó tarde, lo mínimo necesario, pero a tiempo. Entró a la sala de espera a las 5:00 am, como lo había planeado. A tiempo como siempre. 50 minutos para realizar los pendientes planeados. Observó a los otros pasajeros que ya esperaban antes que él. Una anciana leyendo concentradamente un libro. Un hombre en mediocre traje gris escribiendo en su laptop, seguramente alguna igualmente mediocre presentación. Un joven no mayor a 25 años que se movía al ritmo de la música que salía de sus audífonos blancos. Una pareja abrazada, dormitando a su vez. Y por último, frente a él, una madre con su hijo en brazos. Un bebé, sospechó, al tiempo que esperó que no compartieran vuelo por la posibilidad de que el niño en cualquier momento rompiera en llanto. Dibujó una sonrisa de mofa, de cierta burla a cada uno de ellos por el tiempo innecesario, según él, que ya llevaban ahí.

La espera no es buena, menos hacerlo perdiendo el tiempo sin razón, se dijo. Sacó de su morral su tableta para trabajar un poco. Conectó los audífonos para escuchar música. Iba a comenzar a trabajar cuando a su lado se sentó la anciana que hacía un momento estaba en otro asiento apartado de donde él se encontraba.
- Siempre es mejor esperar el vuelo con una buena charla, ¿no le parece?, afirmó la anciana. Él la miró con un gesto de reproche, de notable incomodidad ante su interrupción.
- Siempre es mejor esperar un vuelo haciendo lo que se tenía planeado, y seguro eso no es charlar con un desconocido, le contestó fría y toscamente.
El tono casi ofensivo sorprendió a la anciana. Se retiró apenada de inmediato y él empezó a trabajar un poco en sus pendientes. Leyendo aquí, revisando allá. Nada urgente. Todo imprescindible. No así su espera. Esa inevitable espera. Por un momento, pestañó. Cerró los ojos evidenciando fatiga. Con la intención de despertar y no dejarse caer en el sueño, levantó la cara y miró alrededor. Al hacerlo se consternó. Las mismas personas yacían a su alrededor. La anciana leyendo, el hombre del mediocre traje gris, aquel de los audífonos, la pareja durmiendo y la madre y su pequeño. Nadie más. ¿Será acaso que sólo nosotros iremos en el vuelo? Eso nunca lo había visto. Tan pocas personas para un vuelo de varias horas no sería común. Faltando ya tan poco tiempo para que el vuelo saliera no podía tener lógica que no llegaran los demás pasajeros. Y al contemplar el reloj en su tableta, su consternación aumento: las 5:00 am anunciaba que aun faltaban 50 minutos para su vuelo. ¿Cómo era posible aquello? Llevaba más de 30 minutos ahí, o al menos eso suponía. Miró hacia los alrededores buscando algún otro reloj. Vio a lo lejos, justo arriba de un pequeño café, uno de manecillas que marcaban las cinco de la mañana. No puede ser posible, se afirmaba, estoy seguro que debe ser más tarde. Buscó su celular para revisar la hora que marcaba y el resultado el mismo: aparentemente no había transcurrido tiempo alguno. Suspiró inconforme, pero convencido. Seguiremos esperando entonces, se dijo para sí. Terminó los pendientes y leyó los documentos restantes. Los pendientes habían dejado de serlo para volverse asuntos concluídos. Inició la lectura del periódico. Un vistazo aquí, una lectura rápida allá. La desaparición de cinco personas llamó su atención. Ocurrió afuera de un bar, decía la nota. Aparentemente nadie los ha visto en días. Andarán muy contentos en la fiesta, se dijo con una sonrisa. De repente recordó que no había revisado en días su muro en el Facebook. Entró a su cuenta después de varios yerros en su contraseña. Su muro plagado de notas de amigos y familiares. Leyó algunas notas, contestó otras tantas, rió con algunos videos y observó varias fotografías. Hechó ligeramente de menos a quienes ahí recordó. Volvió entonces a su principal ocupación: debía de tomar un vuelo a las 5:50 y ya debía ser hora. Levantó la vista y no pudo creer lo que observó. La anciana seguía leyendo, el mediocre seguía trabajando, el joven seguía bailando ligeramente en su asiento, la pareja seguía dormitando y la madre y su pequeño continuaban esperando. Ni una persona más había llegado. Observó el reloj de su tableta, el de su celular y aquel lejano de manecillas y el resultado idéntico al de hacía un rato. Las 5:00 am anunciaban. Su desesperación aumentó notablemente. Se acercó a la anciana para preguntarle la hora.
- Hay un reloj de manecillas ahí enfrente, contestó en el mismo tono frío que él lo había hecho con ella hacía unos momentos, si es que eso tenía algún sentido temporal para él. Parece que no tiene mucha paciencia para esperar, añadió.
- Ya he esperado demasiado aquí, le contestó notablemente consternado. Esto no está bien.
- Todos tenemos que esperar algún día, querramos o no, por alguna cosa que ni sabemos qué es.
No permitió que la mujer terminara su comentario, regresó a su asiento y tomó su equipaje. Caminó hacia la entrada más próxima, encontró a un policía y le preguntó la hora.
- Las 5:00 am, contestó mirando su reloj, ¿a qué hora sale su vuelo?
- Es que no entiende, mi vuelo debió salir ya, respondió apurado. Tengo casi una hora esperando aquí o más y no hacen ningún anuncio.
- Permítame su pase de abordar, dijo serenamente el guardia. Su vuelo sale en 50 min.
- No es posible, ya esperé demasiado. Yo llegué a tiempo. Esto no puede estar sucediendo.
- Señor, le sugiero que vuelva a la sala y espere su vuelo, no hay ningún anuncio de cancelación. Vea en la pantalla, su vuelo está a tiempo. Sólo tiene que esperar 50 minutos.
Mas no hizo caso. Sorprendido a un grado inexplicable, entró al baño. Se mojó la cara y enjuagó la boca. Se sentía extraño, asustado a cierto grado. Ya la espera era demasiada tortura, pero este no transcurrir del tiempo, esta inmovilidad temporal lo estaba asfixiando. Se peinó con abundante agua pra refrescar las ideas y poner atentos a sus sentidos. Salió de nuevo al pasillo. Las mismas personas. La misma posición en las manecillas lejanas y una consternación en aumento. Entró en la primera tienda que encontró y compró lo primero que estuvo a su alcance en el mostrador. Esperó ansioso el ticket. La compra se había realizado a las 5:00 am. Tragó saliva y un frío temblor recorrió su ser. Esto ya no era posible. Se acercó al estante de las revistas y tomó la primera que encontró. La abrió en cualquier parte y comenzó a leer. Un reportaje de cierta familia real y de dónde vacacionan ciertos reyes europeos. No le interesó en lo más mínimo, pero su intención era dejar pasar el tiempo; consientemente dejarlo pasar. Sabía que la lectura completa de aquella nota rosa le había consumido al menos 5 minutos. Volvió al mostrador y tomó lo primero que encontró. ¿Olvidó algo hace rato?, dijo amablemente la cajera. Él no respondió. Sólo esperaba el ticket. Al recibirlo lo escudriñó violentamente. La misma hora anunciaba. Lanzó un grito inesperado que asustó a la cajera. El guardia que hacía un momento le había ayudado se acercó y habló violentamente: Señor será mejor que se calme. Tomó su equipaje y decidió huir. Salir de ese lugar. Perdería el vuelo. El viaje podía esperar pero ya no más aquella espera en ese lugar donde el tiempo no avanza, donde cada segundo inamovible que no pasa, que no vive para sucumbir al paso del siguiente, lo lapidaba una y otra vez. Caminó por el pasillo que hacía un tiempo lo había conducido por ahí. Y al dar la vuelta se encontró con la sala de espera donde había estado hacía un momento. Pero ahora notó un cambio sustancial. Seguían estando las mismas personas. La anciana, el del traje gris, el joven, la pareja y la madre y su bebé. Pero ahora era diferente: el del traje gris leía, la anciana escribía en su laptop, la joven pareja escuchaba música, el joven esperaba y la madre y su bebé dormitaban, en las mismas posiciones en las que anteriormente los otros realizaban las actividades que los distinguían. Imágenes que aparecían y venían. Al pestañeo momentaneo, las imágenes se superponían unas sobre otras, haciendo parecer que la anciana se enfundaba en traje gris, que la pareja escribía en la laptop, que el bebé esperaba sentado, maduro, en su propio asiento, que la madre escuchaba música y que el mediocre tarareaba música. Un colapso temporal y dimensional atestiguaba. Tiempo y espacio definen un momento. Y él observaba cómo la realidad, su realidad, se derrumbaba, se confundía, se traslapaba un instante sobre otro. Voces confusas llegaban a sus oídos. Sonidos lejanos, indistinguibles hacían más irreal la escena. Ahora algunos agudos, ahora graves, sin alcanzar a distinguir su origen o la razón de existir que tuvieran. Igualmente la luz parecía apagarse en tonos rojisos por momentos o azulados en otros. Todo orquestado en una extraña sinfonía sin sentido que agudizaba su confusión, que incrementaba por cada segundo que no transcurría su ritmo cardíaco, haciendo que aquella sudoración que escurría por su frente lo cegara por momentos.

Corrió de ese lugar, buscando la salida. Sabía que iba en dirección de los puntos de seguridad del aeropuerto, pero no le importaba. Debía salir de esa confusión, de esa espera, de ese lugar donde el control del tiempo se escapaba de sus manos y lo hacía sentirse prisionero de algo ajeno a él. El pasillo se alargaba en cada momento. Parecía que a cada paso que daba, la distancia que lo separaba de aquella luz que era la salida se alejaba más y más, al tiempo que la luz iba disminuyendo inevitablemente a su alrededor. De pronto, oscuridad total. Silencio absoluto. Nada perturbaba la nada que existía a su alrededor, en la que yacía, a la que pertenecía en ese momento y de la cual quería escapar. Comenzó a sentir que el suelo se abría a sus pies, que lo tragaba. Un abismo que en aquella oscuridad no pudo ver, se abrió poco a poco a sus pies, devorándolo, tragándolo poco a poco sin la posibilidad de escapar. Intentó gritar, pero aquel silencio era imposible de quebrar. No pudo emitir sonido alguno. Y se sintió caer en aquella oscuridad profunda que lo alejaba de todo y lo llevaba hasta el inevitable fin donde nada existe y nada es...

Se despertó de un sobresalto. La tablet en la que hacía un momento trabajaba por poco cae al suelo. Su corazón latía con fuerza y un gota de sudor rodó por su mejilla. Miró alrededor. Las mismas personas. La anciana, el del traje gris, el joven, la pareja y la madre y su bebé. Todos seguían ahí y nadie más. Temió lo peor. La anciana se acercó a él.
- Siempre es mejor esperar el vuelo con una buena charla, ¿no le parece?, afirmó la anciana. Él la miró con cierto temor y angustia. Esto ya lo había vivido, o al menos así le parecía.
- Tiene razón. La espera siempre es mejor en compañía.
Y comenzó una plática entre ellos dos. Pasajera, irrelevante. El del traje gris cerró su laptop y fue por un café, el joven de los audífonos realizó una llamada, la pareja despertó y al instante se besaron y la madre y su bebé caminaron por la sala de espera. Luego, llegaron otros pasajeros, y comenzó a crecer un cuchicheo, aquel que implica la llegada de más y más personas. Y aquel que platicaba con la anciana y cuyo sudor ya se había secado, miró de rabillo el reloj de manecillas que estaba a lo lejos. Sólo faltaban 45 minutos para su vuelo.

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