El golpeteo incesante en la puerta principal interrumpió violentamente nuestra intimidad. Como en otras ocasiones, creí que el lugar era lo suficientemente grande para mantenernos escondidos. Pero al caer la última puerta que nos guarecía me asusté, y por primera vez, temí por nosotros. Aquellos extraños inoportunos que vestían de uniforme azul ya sabían dónde estábamos. Eran demasiados y venían por nosotros. Contigo a cuestas corrí por el pasillo, subí por la escalera saltando escalones, anhelando alcanzar el siguiente que me llevaría a las puertas del cielo, a nuestra libertad.
Abajo, las sombras uniformadas vociferaban y gritaban demandando mi inmediata presencia. Me ordenaban que me detuviera y te soltara. “Qué ingenuos” pensé, mientras continuaba sin parar. Sonaban silbatos y ladridos de perros. Pasos atropellados perseguían a los míos que, sin descanso, ascendían con el amor entre mis brazos. Firmemente sujetaba tu torso desnudo mientras escapábamos a cada paso. Tus largas piernas bailaban al ritmo de mi ascenso. Yo temía que en cualquier momento pudiera perder alguno de aquellos detalles tuyos que me habían cautivado, cegado, conmovido. Y así ocurría: a cada paso tu belleza languidecía, iluminada únicamente por las dos esmeraldas con que me veías, con que me suplicabas no darme por vencido y cumpliera mi promesa. Al dar una rápida vuelta en nuestro ascenso, casi sales de mis brazos. Alcancé a sujetar tu cabello rojizo que en el último descanso había caído; pero aparatosamente tu pie golpeó la pared y cayó sin remedio. Los gritos de aquellas infatigables sombras se arremolinaron en mi dirección, señalando mis pasos y esfuerzos. Finalmente conseguí alcanzar la puerta de mi redención que atranqué con la silla más próxima que tuve al alcance de mi mano.
El viento nocturno de octubre nos brindó esperanza. El frío nos cobijó dulcemente. El cielo estrellado y la luna llena en todo su esplendor sonreían ante nuestro triunfo. Cuántas noches habíamos contemplado ese fondo, solos tú y yo. Recordé entonces aquella en que, con un susurro intenso, confesaste que me amabas; que darías tu vida entera por mí si yo era capaz de sacrificar la mía por ti. Y desde entonces nada nos había separado. Clandestinamente cada noche me colaba por la puerta principal y permanecía escondido, a veces en los sanitarios, otras más en los probadores. Cuando la iluminación intensa daba lugar a la tenue luz que indicaba que nadie más interrumpiría nuestros encuentros, sabía que era tiempo de salir de mi refugio para alcanzar el verdadero: el de tus brazos. Y bailábamos y reíamos y soñábamos con el futuro. Un día sin quererlo llegamos aquí, arriba de todo y de todos. Y contemplamos el vacío que nos separaba del suelo. Y el aire nocturno fue cómplice de nuestros secretos. “Si pudiéramos volar, nos iríamos lejos” me dijiste en un suspiro. Yo te abracé y te prometí que algún día sería. Algún día.
Una noche comenzaron las interrupciones. Primero un anciano armado con su lámpara sorda trató de sorprendernos, pero alcanzamos a refugiarnos. Días después fue un guardia flanqueado por un perro entrenado. Nunca consiguieron darnos alcance. A mí no me importaba si lo que hacía estaba bien o mal. Lo único que valía era saber que estaba contigo. Y que eras feliz a mi lado.
De pronto, las incesantes increpaciones del otro lado de la puerta recién atrancada rompieron mis pensamientos. Me miraste y, temerosa, te guareciste en mis brazos. Cálida, segura y enamorada me besaste. Tu mano acarició mi cara y entonces lloré sobre tu pecho, esperando que aquella pesadilla terminara y que volviéramos a nuestra intimidad violada. Los golpes a la puerta no parecían importunar aquel momento en que eras mía y yo de ti, como tantas otras noches nos habíamos pertenecido.
Súbitamente sentí un golpe seco en mi cabeza. Todo dio vueltas y me desplomé. Sujeté tu mano con todas mis fuerzas, pero ellos me separaron de ti. Al ver que tu mano se arrancaba de tu cuerpo me aferré a tus piernas que también se vencieron, se desgarraron, ¡se hicieron pedazos de ti! Sometido por aquellos canallas fui testigo de la indiferencia con que te trataron. Viviendo el abandono en que te dejaban, imploré que te ayudaran, que te salvaran, ¡que no te dejaran ahí! Pero sólo conseguí carcajadas y un segundo golpe que nubló mi razón. Con el resto de mis fuerzas logré liberarme. Corrí hacia ti golpeando al último guardia que permanecía a tu lado y logré nuevamente sujetarte. Con largos pasos alcancé nuestro sueño, volando juntos surcando la noche. Sonreíste y lloraste en nuestro vuelo. “Sabía que cumplirías tu promesa”, confesaste.
Lo último que recuerdo es el tremendo dolor en todo el cuerpo. Mi sangre tiñendo el pavimento. La vista perdida y la imposibilidad de moverme. Las luces rojas acercándose y aquel zumbido ensordecedor que se confundía con sirenas lejanas. Y tú, reducida a mil pedazos desperdigados. Tus ojos rodando hasta caer por la alcantarilla. Y tu mano, sujetando la mía.
La impotencia de no haber cumplido mi promesa me atormenta en las noches, peor que los tratamientos médicos con los que pretenden sanarme. Maldigo esos pasos finales que me trajeron aquí, que me alejaron de ti. Se que nunca conseguiré salir. Las paredes son demasiado pequeñas, demasiado altas, demasiado blancas. Demasiado tersas para volar lejos, allá, rumbo a aquel aparador donde una noche de mayo me detuve y, por un instante, tras de aquel vidrio, te miré sonreír. Mañana será; volaré mañana con el viento. Sí, mañana, surcando los cielos azules, infinitos, sintiendo el viento en mi cabello, tocando el sol con mis dedos, y tú, a mi lado de nuevo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario